Dicen los cronistas de la época que ningún Primer Ministro inglés había sido tan popular y querido como Chamberlain. Se empeñó en pasar a la Historia como el gran pacificador y movía todos los hilos a su alcance para lograr una paz duradera con la Alemania de Hitler. Los británicos le seguían a pies juntillas. Apenas tenía críticos en el Parlamento y la opinión pública había sucumbido a sus encantos. Sin embargo, su tenaz y voluntariosa lucha se dirigía contra la realidad de los hechos.
La maquinaria de guerra de los nazis estaba bien engrasada y la invasión de Renania, además de poner en solfa el Tratado de Versalles, suponía no un simple aviso, sino una constatación de las beligerantes intenciones del Führer. Parece como si Chamberlain e Inglaterra se hubieran abonado a ver la realidad con lentes de color de rosa. Tal era el optimismo que se respiraba en la isla que hasta en tres ocasiones viajó el Primer Ministro a Berlín para «seducir» al Dictador.
Chamberlain, que presumía de conocer la psicología de Hitler, logró que éste le firmara la «paz». Regresó a Londres y la muchedumbre se echó a la calle para celebrar el éxito de Chamberlain. Nunca antes se había visto cosa igual. Las gentes gritaban: «No habrá guerra, no habrá guerra». Todo era júbilo. El Primer Ministro agitaba ante la multitud la declaración que había hecho firmar a Hitler mientras decía: «Creo que es la paz para nuestro tiempo». Tan sólo Winston Churchill, con el apoyo de otros tres o cuatro diputados, logró liberarse del esclavizante ambiente de histerismo triunfalista que se respiraba en Londres para afirmar: «Hemos sufrido una derrota total y absoluta». Naturalmente fue abucheado e insultado por casi todos. Se convirtió durante meses en un apestado de la política; en un leproso al que se debía evitar. Lo que pasó después ya se conoce: Inglaterra acabó declarando la guerra a Alemania, y las proféticas palabras de Churchill contra Chamberlain se cumplieron: «Por evitar la guerra habéis perdido el honor… ahora tendréis deshonor y guerra».
Se convirtió durante meses en un apestado de la política; en un leproso al que se debía evitar
Hoy, como ayer, seguimos teniendo entre nosotros a los Chamberlain del momento. Encantadores de serpientes que encadilan al pueblo con promesas imposibles y los llevan al precipicio.
Los que tienen el arrojo de denunciar esa falsa ruta son satanizados y arrojados a la hoguera televisiva para darles muerte civil y, así, dejan de molestar.
Es el pensamiento único que todo lo invade. Casi nadie quiere ser señalado por ser diferente, o pensar diferente, o tener una opinión diferente.
Por eso hay que reivindicar a Churchill, que tuvo muchos defectos y no es nada modélico en algunos aspectos de su vida, pero que es un faro y un ejemplo sobre como quitarse de encima los complejos de una opinión pública paralizada ante el pensamiento único.
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