Cuando no se tienen fuerzas ni para rezar


Hay momentos en la vida que aparece la tormenta perfecta en forma de calamidades, y uno descarrila. El desánimo se hace presente como un compañero más y la salud se resquebraja. La ansiedad se dispara y no hay fuerzas ni concentración para rezar. Y lo peor es que la culpabilidad llama a la puerta para gritar: «¡No eres ni tan siquiera capaz de rezar en esta situación que tanto lo necesitas!»; «¡acaso te has olvidado ya de Dios!»; «te dices cristiano y mírate, un flojeras con una voluntad quebrada».

Y no es olvido, ni dejación, ni falta de generosidad… no es nada de todo ello: simplemente no se puede. No hay fuerzas mentales ni físicas. Los problemas abruman de tal manera que la cabeza dice basta. Se bloquea.

Leyendo los escritos del padre Pío de Pietrelcina, el llamado santo de los estigmas, canonizado por san Juan Pablo II en 2002, recomienda a uno de sus dirigidos lo siguiente: «Si por mucho cansancio no puedes hablar, no te disgustes en los caminos del Señor. Detente en la habitación como los servidores en la corte y hazle reverencia. El te verá, le gustará tu presencia, favorecerá tu silencio y en otro momento encontrarás consuelo cuando él te tome de la mano».

Los cristianos viejos estamos acostumbrados a tomar la iniciativa ante Dios, programar la vida espiritual y tenerlo todo bajo control… pero llegan situaciones límite como ésta, donde la pobreza se hace presente y uno ya no puede ofrecer ni sus buenas obras, ni su fortaleza, ni su «impecable» hoja de servicio. Nada. Eres un cero a la izquierda, y lo peor es que ni tan siquiere puedes ganarte el favor de Dios. No tienes nada que pueda comprar un trocito de Cielo. Y justamente en ese momento de desamparo, donde tú eres nada y Dios lo es todo, donde las seguridades humanas han caído… es cuando el Señor se hace presente y puede comenzar a transformar tu vida.

Puede parecer un contrasentido pero la oración más sublime que he tenido es justamente en los momentos en que ni mi corazón ni mi cabeza eran capaces de concentrarse para orar. Quería amar a Dios, pero no era capaz, tan solo podía sentirme amado por Él. Y sin poder ofrecerle nada, solo me cabía la posibilidad de decirle: «Señor, hazlo Tú. Entra en mi vida y ocúpate de estos problemas. Te los entrego. Confío ciegamente en Tu poder. Sé que los solucionarás a tu manera, que es la mejor manera, aunque no coincida con mis interes ni sepa ni el tiempo que te tomará ni la forma en que lo harás. No puedo darte nada a cambio. Solo recibir tu amor gratuito».

Creo que Dios se vale de estos momentos de debilidad y pobreza para hacerse presente en tu vida y «tomarla» completamente, comenzando así una verdadera aventura espiritual.

Si no tienes ya ni ganas de rezar… da gracias a Dios. Estás en la antesala perfecta para que el Señor salga a tu encuentro y renueve toda tu vida.

Publicado en Religión en Libertad


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