Josep Pla cuenta en “El naufragio de Cala Galiota” su encuentro en 1947 con Salvador Dalí i Cusí, padre del famoso pintor, y notario de prestigio en su Figueras natal. Pla que conocía bien al notario Dalí se sorprendió de la descripción que le hizo el párroco: “El señor Dalí ya no es anticlerical ni probablemente republicano. Hoy es uno de los católicos más practicantes de esta parroquia, un católico ejemplar”.
Pla estaba un poco intrigado. “Dalí, ¿católico? Si toda su vida había sido progresista y comecuras”. Y como buen periodista, Josep Pla fue al encuentro de Dalí para que le explicase ese cambio tan radical que le tenía desconcertado.
El notario Dalí le explicó su desazón vital que terminó en un cambio total de vida, abrazando de nuevo la fe cristiana de su infancia. “Toda mi concepción se me rompió. Llegó un momento en el que mi agobio fue tan gordo, mi desencanto tan indescriptible, mi estado de miseria tan enorme, que un día encontré a un amigo y le dije: ‘Si no estoy muerto, haz el favor de avisarme el día que abra al culto la iglesia parroquial de Figueras, y allá me encontrarás, en el primer banco delante del presbiterio y del altar. Las bromas se han acabado. Tengo la impresión de haberme pasado la vida diciendo cuatro tonterías, demenciales, copiadas, literalmente, de Francia (…) Todos estos tópicos (…) son absolutamente falsos”.
¿Cómo un comecuras como el notario Dalí pasa del anticlericalismo más radical a fervoroso católico? Y, sobre todo, ¿qué méritos ha acumulado en su vida agnóstica para que Dios le transforme de esa manera? Todo es gracia. Y eso a mí me llena de esperanza. Dalí padre, como otros tantos conversos, pocos méritos tenían para ser salvados por el Señor y, sin embargo, gracias a esa gratuidad divina, todo hijo de vecino, independientemente de la vida que haya llevado, puede ser salvado del abismo por Dios en cualquier momento. Y eso es algo grande.
En un mundo en dónde no hay nada gratuito, que el amor de Dios se pueda derramar en uno a pesar de no merecerlo, es algo único.
Además, es un antídoto contra el desánimo que se ha instalado en amplios ambientes de la Iglesia. Es verdad que el secularismo avanza y que la apostasía silenciosa llama con fuerza. También es verdad que ahora, más que nunca, las fuerzas del mal están desatadas y son visibles y eficaces en su hoja de ruta para destruir todo lo bueno y bello que pueda haber en nuestra sociedad. También es verdad que nuestra mirada apunta demasiado hacia el suelo y, como resultado, al ver que nuestras pobres fuerzas son ineficaces para luchar contra lo que se nos avecina, la desesperación nos atrapa.
Pero la presencia de conversos entre nosotros, que testimonian como eran sus vidas antes de que el Espíritu Santo entrará con fuerza en su existencia, es el signo visible de cómo Dios no nos abandona y sigue vivo. Y actúa todos los días mostrando su amor por nosotros. Y ese signo visible lo necesitamos hoy más que nunca. Necesitamos palpar el amor que Dios nos tiene, y Reclamarle que se muestre un poco más para romper nuestro duro racionalismo. Sí, ya sé que debería bastarnos una fe más sencilla que no solicitara esa presencia más palpable del Señor, pero la cabra tira al monte y en nuestro ADN llevamos impreso una necesidad por ver el rostro de Dios.
Así también lo entendieron también nuestros padres y abuelos hace cincuenta años, al acudir en masa a los santuarios marianos. Mientras muchas estructuras eclesiales se desplomaban tras el Concilio, y había una cierta desbandada de la llamada Cristiandad, uno de los pocos ámbitos que se mantenían en pie, y con vigor, eran esos espacios marianos desperdigados por todo el mundo, en dónde se podía palpar la presencia de la Virgen y del Padre. Eran, en definitiva, otro signo visible que hacía posible un mayor vínculo con lo Eterno.
No es de extrañar que cuando Jesús comienza su vida pública, y mucho antes de sus predicaciones, su “pastoral” era recorrer los pueblos para realizar tres cosas: curar enfermos, sanar corazones y expulsar demonios. Y esos signos de Poder llamaban tanto la atención, que la gente comienza a seguirle en masa. Había necesidad de ser sanado, y solo un “hombre santo”, como llamaban a Jesús, era capaz de hacer esas proezas. Hasta 5.000 personas le siguen durante días para ser salvados y, ante el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, ese hecho extraordinario abrió la puerta para que “creyeran en su palabra”.
Con los conversos pasa algo parecido. Los queremos a nuestro lado para recordarnos todos los días el Poder de Dios. Los queremos para interpelarnos sobre nuestra pobre fe: si Dios ha sido capaz de voltear a fulanito como un calcetín, acaso, ¿qué puede hacer conmigo? El beato Pablo VI solía decir. “El mundo necesita de maestros, pero mucho mas de testigos”. Los conversos son los testigos de hoy.
Salvador Dalí i Cusí, notario de Figueras y padre del famoso artista, agnóstico a conciencia, comecuras y activista anticlerical, apuró su existencia proclamando a los cuatro vientos su fervor cristiano y abjurando de las “cuatro tonterías y tópicos demenciales que eran absolutamente falsos”. Un converso que interpeló a muchos de sus conciudadanos por el gran cambio de su vida. Un converso que traslucía su ser cristiano.
Álex Rosal
Publicado originalmente en la revista Hágase ESTAR
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