El anarquista que se enfrentó a Carrillo y salvó miles de vidas

Melchor Rodríguez, el ángel rojo
Melchor Rodríguez, el ángel rojo

Hay que agradecer a los comunistas del 36 su transparencia y sinceridad en eso de explicar sin remilgos ni medias verdades en qué consistía la dictadura del proletariado. Al ser preguntada La Pasionaria, tras el estallido de la Guerra Civil, si las dos mitades de España, separadas entre sí por un odio africano, podrían vivir algún día con cierta armonía, respondió con firmeza a su interlocutor, el diplomático noruego Félix Schlayer: «¡Es simplemente imposible! ¡No cabe más solución que la de una mitad de España extermine a la otra!».

«Una retaguardia limpia y libre de traidores»

Para arreglarlo, un jovencísimo Santiago Carrillo, nombrado por el Gobierno de la República Consejero de Orden Público, o sea, el encargado de velar por el cumplimiento de la legalidad, refrendaba los dictados de la «santa laica» desde los púlpitos mitineros: «La gloria de que los combatientes de la JSU luchan con garantía de una retaguardia cubierta, de una retaguardia limpia y libre de traidores. No es un crimen, no es una maniobra exigir tal depuración». Y por esos días el diario comunista «Mundo Obrero», que se imprimía en los talleres confiscados a la Editorial Católica, publicaba un manifiesto que era todo un aviso para aquellos navegantes despistados que todavía no sabían de qué iba la película: «A la quinta columna, de la que quedan rastros en Madrid, se debe exterminar en un plazo de horas». Con este panorama es normal que todo aquél que viviera en el Madrid del 36, y no simpatizara con la causa de la revolución, tuviera que extremar su seguridad. El que ejerciera una profesión liberal, tuviera una propiedad de cierta importancia, fuera bien vestido, tuviera el carnet de algún partido monárquico, reformista o derechista, estuviera afiliado a la Falange o a la Acción Católica, fuera congregante mariano o sacerdote, en fin, medio Madrid de entonces… tenía todas las papeletas para ingresar en prisión o en alguna de las checas habilitadas para estos casos. ¿Su crimen? Ser «quintacolumnista».

Checas y cárceles ilegales

Y ante ese clima de histerismo fomentado desde el poder, un populacho analfabeto y armado ejercía a la vez de policía y juez con el beneplácito de las autoridades. Con esta fina doctrina política, el Madrid del «No pasarán» se llenó de cárceles ilegales y matanzas sin límites. Miles de madrileños fueron confinados como ganado en las checas de las calles Fomento, Chamartín, Fuencarral, Atocha, Marqués de Riscal, la de «Bellas Artes», la del convento de las salesas de Santa Engracia 18… en fin, improvisadas y lúgubres prisiones que contaban con refinados instrumentos de tortura. A todo ello se debía sumarlas cárceles convencionales de Porlier, San Antón, Ventas, Modelo… En pocas semanas, en las prisiones y checas de la capital se colgaba el letrero de «Lleno total». Ciudadanos corrientes, sin apenas tiempo de digerir qué demonios estaba pasando en la ciudad, se veían encerrados, acusados de ser «quintacolumnistas». Pero lo peor estaba por llegar. La decisión intelectual de «exterminar» a la llamada «quintacolumna» se llevó a cabo de forma clara, aunque con sigilo y discreción. Sin juicio previo, todas las noches, desde el 20 de julio del 36, las Milicias de la Retaguardia se presentaban en las cárceles de la capital, y con una orden se llevaban a miles de «quintacolumnistas» que eran pasados por las armas en Paracuellos del Jarama, Torrejón y Aravaca, principalmente, y enterrados a continuación en fosas comunes. Los presos eran expoliados de sus pertenencias personales, primero, esposados, después, y ametrallados al pie de las fosas, desde lo alto de un camión. Todo esto sucedía con normalidad, a pesar de las reiteradas denuncias del Cuerpo Diplomático y la Cruz Roja ante Santiago Carrillo, Cazorla y Miaja, que nada hacían por frenar estos asesinatos.

Melchor Rodríguez, el ángel rojo

La fecha del 10 de noviembre de 1936 marca, sin embargo, un antes y un después. El Gobierno de la República decide nombrar a un anarquista sevillano llamado Melchor Rodríguez como Delegado General de Prisiones de Madrid. Natural de Triana y de unos cuarenta y cinco años, era chapista de profesión y especialista carrocero del automóvil. Su idealismo le empujaba a dar fogosos mítines en donde cargaba contra los gobiernos de Primo de Rivera. Sus ácidas críticas al poder le condujeron a la cárcel por un periodo de seis años. Decían de él que su anarquismo era muy humanista. Nada más tomar posesión de su cargo explicó al diplomático noruego Félix Schlayer su programa de gobierno: «Los presos son prisioneros de guerra y estoy decidido a que no maten a ninguno a no ser en razón de una sentencia judicial. Procederé a clasificarlos en tres categorías. Primera: aquellos que hayan de ser considerados como enemigos peligrosos, a los que piensan enviar a otras prisiones como Alcalá, Chinchilla o Valencia. Segunda: los dudosos, que habrán de ser juzgados por tribunales de aquí. Y tercera: los restantes, que deberán ser puestos inmediatamente en libertad». A todo ello añadía: «A partir de ahora los transportes de presos se practicarán con toda vigilancia y custodia necesaria para garantizar sus vidas, siendo acompañados por mí mismo o por el Secretario Técnico. Estamos dispuestos a arriesgar nuestras vidas en defensa de los presos».

Salvar a miles de presos de las turbas…

Dio orden de que ningún preso fuera sacado de la cárcel entre las seis de la tarde y las ocho de la mañana sin una orden personal suya. En caso de duda, exigía que se le llamara directamente para poder acompañara los presos y garantizar así la vida del reo. Además, expulsó a todos los milicianos de las cárceles y restituyó en sus puestos a los oficiales de Prisiones. A pesar de sus buenas intenciones, los comunistas, con el apoyo de la Junta de Defensa, seguían haciendo de las suyas, sacando a los presos a sus espaldas para fusilarlos en Paracuellos. Rodríguez, ante la imposibilidad de parar la represión dimitió, pero el cuatro de diciembre es nombrado de nuevo por el Gobierno de la República establecido en Valencia, para el mismo cargo, y ya con plenos poderes. Sus enfrentamientos con Carrillo y su segundo, Cazorla, eran diarios, pero poco a poco iba ganando la partida. Uno de los presos destinados a morir esos días, Rafael Luca de Tena, cuenta como Rodríguez salvó su vida y la de otros 1.500 presos: «A los pocos días de llegar a la cárcel de Alcalá, y como consecuencia de un bombardeo, las turbas se dirigieron a la prisión con el objetivo de liquidarnos a los más de 1.500 presos que allí estábamos. La primera persona que les hizo frente fue el director, bajito de cuerpo pero grande de alma, que con gran valor impidió la arremetida. Luego llegó un coche de la Dirección General de Prisiones con varios detenidos y en el que venía Melchor Rodríguez, el anarquista, al que habían nombrado delegado de Prisiones. Colocó una furgoneta en la puerta de la entrada y subiéndose al techo de la cabina logró detener a las masas». Otro Luca de Tena, Cayetano, refrenda ese suceso: «Sólo terminó aquella orgía sangrienta cuando un anarquista íntegro y valiente, Melchor Rodríguez, consiguió extender a las prisiones de Madrid su autoridad de inspector general, imponiéndose a la Junta de Defensa, que las gobernó hasta entonces y es responsable de la matanzas».

Un ángel salvador de miles de personas

Durante los tres meses que estuvo como responsable de prisiones salvó de una muerte segura a miles de personas, que con los años le apodarían con el apelativo de «el ángel rojo». Terminaría la guerra como alcalde de Madrid, haciendo entrega de la ciudad al bando nacional. En noviembre del 39 fue juzgado por un Consejo de Guerra y condenado a seis años de cárcel. De nada sirvió los centenares de testimonios a su favor. Los jueces franquistas fueron tremendamente injustos con él. Vivió en Madrid como empleado de seguros, rechazando toda ayuda económica que se le ofrecía. Murió en 1972 y su funeral tuvo rango de Estado. En el entierro se mezclaban viejos anarquistas y falangistas, con ministros franquistas y ex presos. Se cantó el himno de la CNT «Negras tormentas agitan los aires…», tras rezar un padrenuestro. Su ataúd llevaba la bandera anarquista y una cruz.

La de Melchor Rodríguez es otra triste e injusta historia olvidada de una nación que arrincona la memoria de sus valientes, y ensalza la de los criminales.

Álex Rosal

Publicado originalmente en la revista Chesterton


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