El arte de escribir

Escribir requiere un cierto arte
Escribir requiere un cierto arte

Un cándido e ingenuo periodista preguntó a Camilo José Cela, Premio Nobel de Literatura, escritor genial y, a veces, cortante, borde y estrafalario como pocos, sobre los trucos y artimañas para atraer la inspiración. “¿Inspiración?, ¿Inspiración? ¡Qué inspiración! ¡Trabajo!, ¡trabajo! y ¡más trabajo! Jovencito, debe saber que me levanto a las seis. A las siete me pongo a trabajar. A veces no se me ocurre nada, pero no me levanto de mi despacho”. Otro del gremio–también jovenzuelo–se acercó en cierta ocasión a Graham Greene mientras éste saboreaba plácidamente un whisky, a sus ochenta años, en una terraza de la Riviera francesa. “Muy bien, señor Greene, ¿así es como le vienen las ideas para sus novelas, tomándose un copa y contemplando el paisaje?”. “Mire, jovencito–respondió el escritor con un punto de cabreo mal disimulado–, me he levantado muy temprano y he trabajado ocho horas, como todos los días. Y eso, para conseguir unas pocas cuartillas. La inspiración–no lo olvide–, se encuentra trabajando”.

No sé quién dijo aquello de que “las musas se entregan después de escuchar muchas declaraciones de amor”. Tenía toda la razón del mundo: sin trabajo y esfuerzo es imposible que venga la tan deseada inspiración. También en lo aparentemente fácil como puede ser una sencilla frase. El añorado José María Sánchez-Silva, autor del mítico “Marcelino Pan y Vino”, ganó en los años sesenta un curioso Premio Nacional de Piropos–que debería reinstaurarse con prontitud–, con una simpleza elegante: “Señorita, vaya usted con Dios…pero vuelva”. Pocos años antes de morir me comentaba en su chalet de El Escorial que recurría constantemente a un cuaderno azul en el que apuntaba todas las ocurrencias que su cabeza iba cavilando durante el día. Ese simple piropo podía ser el fruto de unas cuantas horas de rumiar y rumiar hasta que daba con la cuadratura del círculo.

Para José Luis Martín Descalzo escribir bien era la consecuencia principal de dos actividades: “Leer mucho y escribir como si estuvieras hablando”.

Jaime Campmany, socarrón, divertido y maestro de articulistas, solía recomendar otros dos ingredientes para que el artículo tuviera garra y lectores: “Medicina y azúcar”. “La medicina es el contenido enjundioso y el azúcar la anécdota divertida y la historieta para recordar. Pero debe haber un equilibrio: con mucha medicina habrá un atracón de saber que consiga ahuyentar su lectura; y con exceso de azúcar, muchos lectores pero sin sustancia real”.

Julián Marías escribía sus inolvidables terceras de ABC en su cabeza y las volcaba al folio con una rapidez inusitada. Su destartalada máquina de escribir era testigo privilegiado de que no necesitaba corregir el texto, apenas una coma mal puesta o una errata deslizada al teclear torpemente por su dificultosa visión.

Luis María Anson siempre ha tenido una recomendación para las becarias de La Razón: “Señoritas, escriban breve que las van a leer”. Un consejo que no ha seguido casi ningún eclesiástico que conozco, bueno, salvo el cardenal Carles y poco más. Entre la posibilidad de elegir entre escribir un texto de 200 palabras, y otro de 1.500, no falla, el presbítero se lanzará irremediablemente a por más espacio. Craso error. Son unas pocas sugerencias sobre el difícil arte de escribir.

Álex Rosal

Publicado originariamente en La Razón


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